Coronavirus: un siglo y medio después, el periodismo sigue siendo un eje central de la vida pública

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Un excelente artículo del profesor Fernando Ruiz, publicado en el diario “La Nación” este miércoles 18, bajo el título Los periodistas y la epidemia del coronavirus, recrea lo que sucedió en Buenos Aires hace un siglo y medio y lo que pasa, ahora, en el país y en el mundo. Desde la Asociación Bonaerense de Periodistas Agropecuarios (Abopa) nos pareció atinado compartirlo.

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   Hace 151 años Buenos Aires fue asolada por la fiebre amarilla . Esa tragedia cambió la faz de la ciudad: desplazó su eje del sur al norte, impulsó una forzosa migración interna que expandió el crecimiento de nuevos barrios como Recoleta, Belgrano o Flores, y planchó otros como San Telmo o La Boca. En la reacción política y social frente a esa epidemia los periodistas tuvieron un rol central. Inédito antes y después. El presidente era Sarmiento, pero su rol fue menor. Como ocurre en las situaciones extremas, son los líderes de las ciudades los que ejercen la representación. Y no los líderes formales, sino los reales. Son momentos en los que la representación política de la gente pierde toda abstracción. Mandan los que demuestran capacidad de resolver y, solo mientras lo sigan demostrando. Los mandatos son fugaces, cambiantes, imprevistos.

   La discusión sobre la causa del brote fue interminable. Se acusaba al Riachuelo, a que se tomaba el agua contaminada de los pozos de la primera napa, a los excrementos que habían utilizado para asegurar el empedrado en las calles, a los italianos que llegaban de los barcos, a los veteranos que regresaban de la guerra del Paraguay. Y cada acusación generaba conflicto y violencia. Los inmigrantes recién llegados eran estigmatizados y se los culpaba de la epidemia asegurando que eran ignorantes y supersticiosos y que por eso no tomaban medidas preventivas ni se dejaban atender por los médicos. Las autoridades en un primer momento subestimaron los brotes y permitieron que se realizara el gigantesco Carnaval que todos los años llenaba las calles de gente, paralizando la ciudad. Y eso potenció la epidemia.

Pero, apenas enterrado el Carnaval, el contagio y los muertos se multiplicaron sin distinción de clases. Tantos que se tuvo que organizar a las apuradas un nuevo cementerio, con una donación de terrenos del Colegio Nacional de Buenos Aires, en lo que hoy es la Chacarita. Los representantes de la ciudad no dieron la talla. Las sesiones parlamentarias no se podían hacer por la ausencia de los legisladores, quienes se iban de la ciudad para escapar de la peste. Y, en esa circunstancia, los directores de los diarios de Buenos Aires, impulsados por el más popular de todos, Héctor Varela, director de La Tribuna , decidieron actuar y ocupar ese vacío de acción pública. También el editor de La República , el chileno Manuel Bilbao, fue uno de sus principales impulsores. La iniciativa consistió en crear un comité que gobernara la ciudad durante la epidemia de fiebre amarilla.

Existía una experiencia de 4 años antes, cuando la ciudad había padecido una epidemia de cólera, y ya se había armado una comisión de salubridad, aunque esa vez los periodistas no participaron. Ahora el procedimiento fue extraordinario. Desde los diarios convocaron al pueblo de la ciudad a la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo) para el lunes 13 de marzo. Ese día, los directores de la prensa porteña llegaron desfilando rodeados de una banda de música. Subieron las escalinatas de la Catedral de Buenos Aires, y desde allí arengaron a los miles de porteños presentes. Fue un acto políglota porque la ciudad de 1871 era ya un mosaico de lenguas, por lo que varios de los directores hablaban en italiano, inglés o yiddish. Fueron 14 diarios los que confluyeron; 6, de comunidades extranjeras. Entre los diarios había dos recién nacidos, con 1 y 2 años de vida respectivamente: La Nación y La Prensa.

El acto fue un éxito. Las crónicas dicen que hubo 8.000 personas en la plaza, mucha más gente que la que solía votar en una elección. Y los directores se hicieron votar, a mano alzada, para integrar una flamante Comisión Popular de Salubridad, que se encargaría de gestionar el combate a la fiebre amarilla. Una vez aprobado el nuevo “gobierno”, los directores pidieron al pueblo presente que no se moviera de la plaza, mientras ellos iban en sendas delegaciones a pedir presupuesto al presidente Sarmiento, que estaba en el Fuerte en la misma plaza, y al gobernador, que tenía su sede en la calle Moreno. Al rato volvieron las delegaciones a la plaza y anunciaron que contarían con esa asignación presupuestaria de emergencia. De esa forma, se inició una acción pública que duró más de 60 días y gobernó de hecho la ciudad hasta el fin de la peste. Pedían donaciones. Las rechazaban si les parecía que los más acaudalados no eran suficientemente generosos. Distribuían alimentos. Atendían a los pobres. Resolvían qué casas se quemaban, las familias que se desalojaban, los conventillos que se destruían. Organizaban los equipos de asistencia. Decidían quiénes eran los que tenían alguna esperanza de salvarse. Organizaban el traslado de los muertos. Incluso llegaron a resolver la evacuación de la ciudad.

En la Comisión también se integraron médicos. Así, dos profesiones asumieron la gestión de la crisis. Y su acción no parece haber sido un acto de oportunismo político, sino puro servicio a la comunidad. Se publicaban en los diarios los domicilios de los miembros de la Comisión para que quien necesitara pidiera ayuda. Directores y periodistas estaban al servicio de la ciudad. Como muchos otros, el redactor de La Nación, Ricardo Gutiérrez, que había sido médico en la Guerra del Paraguay, recorría la ciudad atendiendo a las víctimas; 4 años después fue el impulsor del Hospital de Niños, que hoy lleva su nombre. Quien fue elegido presidente de la Comisión, el médico Roque Pérez, falleció por la epidemia. También murió Francisco López Torres, director de La Discusión . López Torres se había opuesto al principio a esta idea diciendo que era crear una liga de intereses particulares, pero luego se plegó y fue muy activo en la defensa de la ciudad contra la peste. A La Tribuna se le murieron 15 empleados, incluso Varela cayó enfermo.

Esa era una ciudad de alrededor de 200.000 habitantes, entre los que la mitad eran extranjeros, y solo el 10 % sabía leer y escribir, según el censo de 1869. Ningún diario vendía más de 5.000 ejemplares. Se suspendieron las clases, los comercios, los tribunales, el vencimiento de las deudas, las misas, pero siempre hubo diarios. La primera noticia de la peste fue el primer día de febrero, con 4 muertos en San Telmo y, su mejor cronista, el periodista catamarqueño Mardoqueo Navarro, dio por terminada la fiebre amarilla en su diario personal el 22 de junio. Durante 3 meses, los diferentes sectores hicieron un paréntesis en sus guerras mediáticas. Se ocuparon de la comunidad. El nosotros al cual sirvieron no fue sectario, no era un mensaje solo para los nuestros, sino que intentaron esa vez llegar a todos. No hubo política facciosa frente a la epidemia. Y el resultado fue el éxito.

Hoy, la amenaza del coronavirus puede exigir, adaptada a esta época, un espíritu similar. Una nueva actitud que cierre una grieta que la sociedad y el periodismo no toleran más. Las columnas de este nuevo tiempo podrían ser la calidad de la información y el servicio a la comunidad. Nada más que eso es lo que identifica al buen periodismo. Un siglo y medio después, el periodismo sigue siendo un eje central de la vida pública. Por eso, cómo este responda a las crisis es una de las preguntas fundamentales para saber si los costos del drama serán enormes o estos se minimizarán gracias a la responsabilidad de todos.

(*) Fernando Ruiz es profesor de Periodismo y Democracia, Universidad Austral.

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